¿AMOR O APEGO?



Amor…un refugio en el cual a veces me siento atrapada, ¿amor o apego? Algo que por ratos me carcome hasta el alma, sedienta siempre de un alma que apacigüe los demonios que me aquejan por las noches, un monstruo de mil cabezas y en cada una de ellas una promesa, un suspiro entrecortado, una nota melancólica, es por eso que escribo, para liberarme de los karmas, para sobrellevar el camino andado, para desembocar entre líneas el mar que amenaza con salir de entre los ojos. Y es que desde el principio no conocí otra manera más cercana al amor que el apego, el buscar siempre la antorcha que me indicara el camino aunque fuese el incorrecto, esa siempre fue mi manera de andar por la vida, el depender del humor del otro para entrar a la habitación y salir de puntillas por entre las sombras.

Andar escudriñando entre los cafés pendientes un alma que llene el vacío que él había dejado entre mis manos, encontrar un buen molde y aunque no encajara servía de ratos, yo renacía. Siempre poniéndole flores al altar del que creía mi alma gemela, para después de un tiempo botar el jarrón en mil pedazos. Concebía el amor de manera inmarcesible, creía que si vivía detrás del telón la obra sería la más aplaudida, creía ingenuamente que después de tantos intentos por volar ya con mis alas rotas, vendrían presurosamente a alentarme, a secundar mi vuelo. Jamás pasó, excepto con él.

Cada vez que encontraba el sendero él volvía, con sus promesas viajeras, con la promesa de un refugio para mi soledad, y era ahí cuando mi castillo de arena se lo tragaban las olas, el arte de amar era en ese momento aquella tiniebla que impide ver el horizonte, así que decidía quedarme en el puerto seguro, no surcar otros mares, quedarme ahí, anclada a él.

Y siempre temerosa, de mente inquieta, con esas ganas reprimidas de dar amor, gritaba en silencio, ahogando las palabras en cada línea, escudándome en una máscara que a simple vista mostraba seguridad pero que a contra luz los vestigios de aquel monstruo relucían a la perfección. Era él, la causa de todos mis males, un devorador de sueños, era él, quien aprovechándose de que la soledad se hospedaba en mi habitación, entraba sin permiso cuando yo no lo esperaba, cuando mi alma intentaba salir de mi regazo, cuando intentaba entrelazar momentos con alguien más. Ahí estaba siempre, debajo de la cama, dentro del armario, estaba en todas partes; silencioso, esperando el momento preciso en el que yo quisiera amar. El miedo. Ese desdichado que buscaba mentes débiles para apoderarse de ellas.

¿Y dónde estaba yo? A mitad del camino, con ganas de avanzar pero esperándolo a él, poniendo cualquier pretexto para no dar el siguiente paso, odiando a todo el mundo cuando me reprimían por dejar que el siguiera en mi vida, indultando los errores que había cometido en nombre de él, siempre quedando a mitad de la nada. Y él, con sonrisa burlona tarde llegaba, en el instante preciso en el que yo quería amar, mostrándome lo terrible que sería si yo decidía hacerle caso al corazón, convenciendo a mi soledad de que con él estaría mejor.

Y una vez más él se apoderaba de mí, y los pasos que había avanzado los retrocedía sin objeción alguna, los cafés se quedaban en pendientes, y las tardes de cine quedaban en el olvido. Y volvía a mi habitación, y ya entre las penumbras la soledad me hacía compañía; mientras él me carcomía por dentro, le suplicaba que se llevara todo menos el arte de amar, y antes de que pudiera darle mis razones él me miraba y me decía que el amor no era para mí, que me faltaba coraje para comprender ese arte, que me faltaba quererme antes a mí.




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